Utilidad, productividad, políticas de desarrollo y el impasse entre producción y conocimiento
Dr. Nicolás A. Lavagnino
Director Grupo epc – CONICET
La ciencia querría ser útil. Lo que habita próximo en el entorno científico querría tener el halo prestigiante de la certidumbre científica. Como mencionábamos al comienzo del texto que acompaña a este escrito
Recurrentemente la pregunta retorna: ¿cuál es la utilidad de la ciencia para la sociedad? ¿cómo se generan, se difunden y se aprovechan los conocimientos? Y, por sobre todas las cosas ¿para qué? En estas horas la pregunta atraviesa nuevamente el mapa cultural y político de la Argentina. Casi como una contestación al gobierno de científicos que atravesó la difícil coyuntura pandémica y post-pandémica, el nuevo gobierno asumido en diciembre de 2023 en Argentina ha decidido confrontar rotundamente con la temática desde la formulación de un interrogante brutal: ¿para qué sirve en este país el sistema científico realmente existente? ¿Cuál podría ser su utilidad?
Esta presentación y el texto gemelo que se publica junto a él apuntan a desarrollar y exhibir en su simplismo y su potencia el plexo de supuestos y lugares comunes que habilitan semejante interrogación. Porque así formulada la pregunta presupone no sólo que estamos de acuerdo en problemas complejos y profundos, como la idea de lo productivo o lo útil, sino que también tenemos claro el vínculo entre la generación de conocimiento, la sociedad y la economía. O que seguimos instalados en el confortable paradigma del desarrollo y el crecimiento, sea lo que fuere que esto significa.
I- La utilidad de la utilidad
La política científica cuando se oculta a sí misma como política cree estar respondiendo puramente al estímulo del conocimiento. De esta manera la agregación de valor en el mercado a través del cambio tecnológico cree estar siendo un mecanismo puro de transmisión y canalización del estímulo cognitivo asociado a la investigación científica. Que el Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (SNCTI) tiene que estar volcado para contribuir a la tarea de la modernización, el desarrollo, el crecimiento, la configuración de una sociedad inclusiva, igualitaria y transformadora, o que tiene que vincularse con el tramo productivo de nuestro tejido social, dando lugar a una auténtica economía del conocimiento, marca una de las líneas de tensión que atraviesa al sistema respecto de su entorno. En definitiva equivale a preguntarse ¿cómo contribuye la ciencia al país que habitan los científicos? ¿Cómo contribuyen las actividades científico tecnológicas al horizonte productivo en pos del crecimiento y el desarrollo? ¿Cómo contribuyen los científicos a la sociedad en la que viven?
Utilidad, producción, valor, son conceptos que están en la base del léxico con el que el SNCTI se interroga a sí mismo, para pensarse a futuro respecto de sus entornos, y son conceptos con los que admite también ser interrogado y demandado. Haríamos bien en revisitar el encadenamiento conceptual que sustenta a ese léxico, si es que vamos a repensar el curso de estas interrogaciones y demandas.
En la historia del pensamiento económico es imposible dar cuenta del concepto de utilidad sin antes lidiar con su inmediato antecesor como término fundante del análisis económico, que es el concepto de valor. A fin de cuentas, es por las aporías presentes en las teorías del valor de la economía clásica que se llega a la solución del análisis marginalista de la utilidad (aún cuando esa solución no terminó siendo tal, andando el tiempo). Dado que no me puedo explayar demasiado sobre el punto, remito sin más al lector a las espléndidas páginas que una de las grandes economistas del siglo XX, Joan Robinson, dedica al tema en su Economic Philosophy (Robinson 1962: 29 y ss).
Como punto de partida, debemos decir que en Smith y en Ricardo el concepto de valor está vinculado a la búsqueda de una unidad objetiva de medida que pudiera permitir la cuantificación del aporte económico de cada sector o clase o factor al proceso de producción. Esa unidad, como sabemos, era para ellos el trabajo, y de allí la noción de que la economía clásica se encuentra atada a una teoría del valor-trabajo. Esa teoría debía servir para desalentar la idea (fisiocrática) de que la riqueza o la agregación de valor provenían solo de las actividades agrícolas (y de allí la legitimidad de su apropiación en forma de renta, por ejemplo) y dar justificación o fundamentación a la distribución del ingreso en forma de beneficio del capitalista y en forma de salarios de los trabajadores. Aunque las vicisitudes de la teoría son muchas, en definitiva el conjunto de pensadores de la economía clásica (Smith, Ricardo, Marx) hizo de la teoría del valor un eje sustancial del pensamiento económico, en la medida en que esa teoría ponía de manifiesto que los problemas de distribución del ingreso y reproducción económica (y social) se derivaban de la problemática misma del valor.
Pero junto con las motivaciones políticas del planteo se alzaban dificultades teóricas no menores. Como nota Robinson, la definición de valor como tiempo de trabajo requerido para producir una mercancía (o, en Marx, como tiempo de trabajo socialmente necesario contenido en ella) simplemente une dos ideas y las hace pasar por una: confunde la concepción de que el trabajo es la unidad de medida del valor con la noción de que el trabajo es la causa de ese valor (ibíd: 38).
A su turno las aplicaciones de la teoría en lo concerniente, por ejemplo, al ingreso nacional, también se volvieron difusas. En particular, por la difícil estipulación de qué es lo que puede ser considerado productivo y qué es lo improductivo aunque socialmente necesario, una cuestión que se revelará de crucial relevancia más adelante. Por caso, para Adam Smith todo aquello que hoy en día consideramos servicios personales o gubernamentales, estaría más allá de lo que denominamos la frontera de producción, que es aquella que se tiende entre el trabajo productivo y el improductivo
El soberano, junto con sus oficiales, tanto de justicia como de armas, que sirven bajo su mando, son trabajadores improductivos. Lo mismo cabe para algunas de los más importantes y serios oficios: clérigos, abogados, físicos, hombres de letras de toda laya; bufones, músicos, cantantes de ópera (Smith 1776: 294)
Este señalamiento, que hoy en día nos parece extraño, deberá ser recordado más adelante, ya que pone de manifiesto algo que, a pesar de su obviedad, o quizás a causa de ella, suele ser pasado por alto: la frontera entre lo productivo y lo improductivo se desplaza históricamente, como todas las otras fronteras en el orbe.
En este contexto, la distinción entre importancia y productividad es relevante, como lo es también el hecho de que para Smith (y para los economistas clásicos en general) solo se agrega valor cuando hay un output físico cuantificable, a partir del cual los incrementos de productividad pueden medirse:
Existe un tipo de trabajo que se añade al valor de la materia sobre la cual se confiere: existe otro que no tiene ese efecto (…) El trabajo de un manufacturero generalmente añade al valor de los materiales con los que trabaja el valor de su propia manutención y el de los beneficios de su patrón (Smith 1776: 296)
Este escollo de la teoría, en caso de que hoy alguien creyera cabalmente en ella, nos dejaría afuera al 70% del PBI actual, que está compuesto por servicios y bienes intangibles, así como también llevaría a no ver valor económico alguno en actividades que hoy en día son centrales para la economía (como los servicios de intermediación bancaria y financiera y los servicios personales). La teoría tampoco resuelve el problema de la calidad del tiempo de trabajo, ni las aporías vinculadas a hechos tales como la depreciación y amortizaciones del capital y la valuación de stocks.
Es aquí, en las agonías de la economía política clásica, que aparece la utilidad como un índice de satisfacción que pretende vadear las dificultades de las teorías objetivas del valor. Y es a poco andar en esa historia que uno encuentra el paso de las teorías utilitaristas clásicas a las teorías marginalistas, donde el concepto de utilidad marginal implica la modelización escalar de las preferencias (la cuantificación de la felicidad o del goce hedónico), midiendo el grado decreciente de satisfacción ante el consumo de un determinado bien.
Recordemos, los marginalistas estaban intentando salir al paso de una teoría del valor-trabajo que colocaba objetivamente el valor en el bien, i.e., teoría objetivista o esencialista del valor. Era una propiedad objetiva de un determinado bien el contener cierta cantidad de trabajo socialmente necesario; ése era su valor, en el marco de las teorías clásicas. Lo que los marginalistas buscaban era abandonar lo que consideraban presupuestos metafísicos de la economía clásica, con la finalidad de construir una teoría del valor subjetivo que tomara a la conducta observable de los agentes en el mercado como su base empírica. Y si bien, por caso, la utilidad marginal sirvió para que dejáramos de hablar de utilidad objetiva, su demérito fue, en palabras de Robinson, que para ello debió recostarse en un argumento circular: los bienes son demandados porque son útiles, y los bienes son útiles porque son demandados (Robinson 1962, 48). Aun cuando pudiéramos ordenar escalarmente nuestras preferencias y medir la felicidad, satisfacción o hartazgo de cara al consumo de un bien, no tendríamos más que dos expresiones redundantes apoyándose recíprocamente (Robinson 1962: 49).
Pero aún así, el paso de las teorías clásicas a las neoclásicas no es más que un escalón en el camino al abandono del concepto de utilidad. En última instancia, la teoría económica no necesita asumir utilidad alguna, porque aquello con lo que trabaja son términos aún más etéreos, como las preferencias reveladas o la propensión marginal a consumir, que lejos de devolvernos una imagen objetiva y cristalizada del valor de algo, lo arrojan a una consideración extremadamente situada y contextual. Por caso, “la preferencia es lo que el individuo bajo análisis prefiere; no hay juicios de valor involucrados”, en lo que no es más que un escrutinio de la conducta observable en el mercado (Cf. Robinson 1962: 50). Pero que la utilidad no explique nada no es impedimento para que en su uso laxo (en la esfera pública, y en ciertas formulaciones que encontramos por ejemplo en las delimitaciones programáticas de la política científica), se siga utilizando a diestra y siniestra en un sentido bastante próximo al de los juicios de valor en torno a preferencias y, llegado el caso, bastante cercano al sentido de utilidad objetiva que los marginalistas querían evitar.
Pero ¿cuál era la utilidad del concepto de utilidad? La noción de utilidad, para autores como Marshall en su Pure Theory of Domestic Values (Marshall 1935 [1879]), consistía en facilitar la mensura de la propensión natural de la especie a intercambiar y consumir bienes, propensión que justifica, a su vez, la remuneración del capitalista en virtud de haberla refrenado. Para marginalistas como Marshall “tierra, trabajo y espera son los factores de producción; renta, salario e interés, sus retribuciones” (1935: 60). Según Marshall la utilidad permite evaluar, en el marco de las preferencias de los individuos, las retribuciones que perciben por sus esfuerzos y sacrificios.
Así, de acuerdo con Edgeworth, la utilidad está en relación con la búsqueda de felicidad o realización subjetiva, pudiendo medirse a partir de la intensidad y la duración en el tiempo, expresadas ambas en una unidad de medida común (Edgeworth 2003: 8). No es difícil percibir, junto con Robinson, la circularidad y las contradicciones de este tipo de planteos:
Una unidad de medida implica el acuerdo en alguna convención que se aplica en cada caso. Pero encerrada en la conciencia subjetiva individual, no se trata de una unidad en absoluto. En definitiva, de la unidad cuantificable de felicidad se esperan los mismos milagros que en su momento se atribuyeron al valor absoluto de David Ricardo o al trabajo abstracto de Karl Marx (Robinson 1962: 66).
En síntesis, el planteo neoclásico debía servir para escapar a la metafísica del valor y proveer una unidad de medida que sirviera para analizar los fenómenos económicos desde una perspectiva pretendidamente allende la moralización. De hecho, uno de los puntos de partida de la nueva generación de economistas neoclásicos consistió en descartar la distinción entre actividades productivas e improductivas. Algo que podríamos recordar hoy, en la medida en que más del 90% de los activos económicos se encuentran locados en el ámbito de la especulación improductiva de los mercados financieros derivados.
Según Marshall, en su Principle of Economics, “la riqueza consiste en riqueza material y en riqueza personal o no material” (Marshall 1890: 24). Este giro marginalista se proponía evitar la estrechez de un análisis puramente cuantitativo de stocks físicos de producción -como en Smith-, atando en cambio el análisis a condiciones de bienestar y satisfacción en el goce hedónico de bienes y servicios por igual. Pero esto no fue más que un paso en el camino de la ampliación del análisis en torno al valor y la productividad. Fue recién durante la Segunda Guerra Mundial, y en ocasión de la necesidad de planificar los gastos bélicos, que un modelo de inspiración keynesiana, basado en las elaboraciones de Richard Stone y James Meade, estandarizó las definiciones y mediciones de lo que posteriormente fue incluido en el cálculo del PIB y, por ende, como perteneciente al dominio de las actividades productivas:
De manera crucial, el desarrollo del (concepto del) PIB, y específicamente la inclusión del gasto del gobierno en el PIB, al triunfar por sobre el enfoque basado en el bienestar, convirtió a la teoría macroeconómica keynesiana en la base fundamental de la manera en la que los gobiernos gestionarían las economías en la era de posguerra (Coyle 2017: 37).
Y aún así, más allá de la real incidencia del keynesianismo en la gestión de la política económica en los países desarrollados, no es menos cierto que el sentido común que permea en los discursos en la esfera pública en lo referente a la economía sigue estando moldeado por las diversas extensiones de una teoría neoclásica basada sobre cimientos filosóficamente endebles.
II- Productividad
El balance de nuestro recorrido por las teorías clásicas y neoclásicas no luce muy halagüeño: el marginalismo culminó recostándose en la metafísica de la utilidad y siendo incapaz de proveer un fundamento para las unidades de medida postuladas, de las cuales se esperaba que permitieran cuantificar las propensiones marginales o disposiciones naturales que incrustó a-históricamente como parte de la dotación esencial de la especie. Y ni siquiera sirvió para evitar la moralización y los pensamientos peligrosos (Cfr. Robinson, 1962, 57) que lastraban las diversas concepciones objetivistas del valor, ya que resurgen en cada ocasión en que se intenta evaluar la utilidad o agregación de valor o productividad de una determinada actividad.
Este escenario, al cual se ata buena parte de la profesión económica, junto con una fracción no menor de los que diseñan las políticas públicas, conlleva un aire paradojal. En el marco del utilitarismo, no deberíamos evaluar los contenidos específicos de las preferencias reveladas. Las mentes son cajas negras que se manifiestan en sus intercambios situados. En el marco de esta teoría no hay otra finalidad ni otra moral que la satisfacción hedónica de los deseos. Si los agentes prefieren chaquetas y lienzos, pues chaquetas y lienzos tendrán. Si, en cambio, prefieren libros de filosofía y cursos de latín o griego, o viejos baúles, o el consumo ostentoso del mercado de bienes tecnológicos aceleradamente obsolescentes, la perspectiva neoclásica se debería declarar neutral al respecto. Este es el punto en el que toda discusión contenidista respecto de la utilidad o “lo productivo” se vuelve obsoleta. Y sin embargo, como hemos visto, no es eso lo que ocurre. Lo que no es de extrañar, porque en el uso ordinario no es poca cosa lo que esperamos de conceptos como utilidad o valor, cuando los empleamos del modo en que lo hacemos. Queremos una medida objetiva en el marco de una neutralidad valorativa, pero también queremos una medida para poder mejor valorar.
La salida keynesiana al impasse teórico en torno a utilidades y valores pasa por ver al capitalismo como un sistema, una fase en el contexto de un desarrollo histórico puntual. Nuevamente, no es posible reponer aquí más que sumariamente los contenidos de la revolución keynesiana del pensamiento económico, más que para decir que lo que hizo fue modificar sustancialmente el conjunto de imágenes, analogías y figuras que se consideraban hasta entonces válidos. Donde el espíritu clásico había abrevado en topoi como la fábula de las abejas de Mandeville o el encomio de virtudes tales como la moderación y la austeridad, el espíritu keynesiano ofrendó nuevas y desconcertantes proposiciones. La esperanza antigua de que los vicios privados constituyeran virtudes públicas mutó en la incómoda percatación de que por regla general se da lo inverso: las virtudes privadas pueden encarnar o dar sustento a perniciosos vicios públicos.
Por caso, la analogía entre la economía de las familias y la del sector público, tan explotada en la economía neoclásica, desde el punto de vista macroeconómico no es legítima. En momentos de estrechez, es lógico que las familias se ajusten y moderen o depriman su demanda de bienes. Por el contrario, es enteramente ilógico que en el momento crítico del ciclo económico el sector público realice la misma maniobra, encarando ajustes en el gasto. Por contra, la salida de la fase baja del ciclo de actividad se opera aumentando el déficit como forma de espolear la demanda agregada cuando el sector privado se contrae. Ciertamente, y desde el punto de vista del ciudadano de a pie, esta visión sistémica de los fenómenos económicos es contra-intuitiva, desafiando muchos de los lugares comunes que permean en el pensamiento sobre lo económico en la vida cotidiana.
La piedra angular del pensamiento keynesiano, según Robinson -a quien sigo en el planteo- consistió en el hecho de que destruyó la armonía entre el interés privado y el bien público y, más aún, la noción de equilibrio general entre intereses (y la noción de equilibrio general como un todo):
Keynes trajo de vuelta el problema moral al proscenio de la teoría económica, destruyendo la reconciliación del egoísmo privado con la virtud pública. Y también expuso otra debilidad. Hay otro conflicto en la vida humana, además del conflicto entre mis intereses y los de los demás. Es el conflicto entre mis intereses presentes y mis intereses futuros” (Robinson 1962: 80).
En sus Essays in Persuasion, Keynes consignaba que
no es una correcta deducción de los principios económicos que el auto interés ilustrado opera en beneficio del interés público. Tampoco es cierto que el auto interés es ilustrado en general. Los individuos, actuando por separado en la promoción de sus propios intereses, son por regla general demasiado ignorantes, o débiles, como para obtener incluso éstos (Keynes 1931: 12-13).
Enterrando el laisser faire, las doctrinas de libre comercio, orden espontáneo y la feliz concatenación de intereses egoístas y virtudes públicas Keynes “nos devolvió a la incómoda realidad de los juegos de suma cero: cuanto más hay de lo mío, menos de lo tuyo” (Robinson 1962: 84). Y con ello nos arrojó a la perturbadora conciencia de la existencia de sistemas económicos permanentemente desequilibrados, no como un rasgo de su mal funcionamiento, sino como un aspecto requerido en su propio obrar sistémico. Esta conclusión es relevante aquí, ahora, entre nosotros: el sistema de acumulación capitalista no es un sistema de equilibrio general que se modela según un orden espontáneo, ni se encuentra arrojado a un fatal desequilibrio auto-destructivo, ni a un estadío de fallas corregibles en principio mediante acciones puntuales compensatorias. El desequilibrio es su modo de funcionamiento. Opera como sistema mediante el desequilibrio y la reproducción asimétrica.
En esos sistemas se vuelven pensables fenómenos tales como el trabajo improductivo (en función de la demanda agregada) y la des-utilidad o utilidad negativa del trabajo (aquello que acontece cuando no hay alternativas a la vista, y la remuneración del factor trabajo, por más negativa que sea en términos marginales, persiste como tal simplemente porque la otra opción es la inanición o el desempleo). En esos sistemas, también, se vuelven concebibles situaciones como las analizadas por Kalecki, que se adentran en los aspectos políticos que vuelven imposible o indeseable el pleno empleo (Kalecki 1943).
Utilidad, productividad y empleo se enlazan aquí, pero de una manera cada vez más peculiar y contraria al supuesto sentido común. Nuestra situación actual es la de la obsolescencia programada de artefactos inútiles, armas y dispositivos en general que asumen la forma de mercancías que pueden ser demandadas con independencia de su relativa (in)utilidad. Llegado el caso, puede pagarse a alguien para que haga un hoyo en el piso y a otra persona para que lo tape y la utilidad de todo ello consistirá en expandir la demanda agregada y el nivel de empleo todo cuanto resulte necesario para los fines de una determinada política económica.
En la perspectiva sistémica y agregada de Keynes, la cuestión central no es el contenido específico al que se aplica el trabajo y por el que se genera el empleo. Eso nos devolvería a la discusión contenidista en torno a las labores, el tipo de antro metafísico en el cual los individuos no harían más que intentar prevalecer en lo concerniente a sus preferencias particulares. Aun cuando, por momentos, el mismo Keynes evitó adentrarse en las consecuencias a las que conducían sus planteos aporéticos, no es menos cierto que los umbrales teóricos que ayudó a traspasar no parecen tener retorno. De todos modos, el panorama es menos homogéneo de lo que puede llegar a pensarse a partir de esto, algo dolorosamente presente en la Argentina 2024. Una cosa es la gestión de la cosa pública, donde abundan tópicos tales como la inevitabilidad del déficit fiscal y las políticas contracíclicas, y se enfatiza en el nivel de empleo y en el rol de la obra pública en su sostén, lo cual es indicio de una tenue hegemonía pos- o neo-keynesiana, incluso en regímenes insospechables de heterodoxia económica. Y otra el hecho de que
la herencia neoclásica todavía es muy influyente, no sólo en la enseñanza de la economía, sino también en la formación de la opinión pública, a la que provee sus eslóganes. Pero cuando llega el momento de enfocar un tema concreto, allí no tiene nada para decir. Sus practicantes tardíos se refugian en la ejecución de manipulaciones matemáticas cada vez más elaboradas (…). En la medida en que las doctrinas económicas tienen una influencia en la elección de objetivos para las políticas públicas, esa influencia es más obscurantista que otra cosa” (Robinson 1962: 122).
Esas manipulaciones siguen pivotando en torno a la utilidad o las preferencias reveladas, volviéndose dependientes de la cuantificación de variables a partir de unidades de medida que nunca logran fundamentarse acabadamente. A su vez el problema de la cuantificación y el de la valoración de lo cuantificado, se anudan en el problema de la frontera de producción. A fin de cuentas, qué queda dentro y qué queda fuera de lo considerado productivo es parte del problema mismo en la definición de los fenómenos económicos, en lo que se ha llamado la frontera de producción.
Ciertamente las dos áreas más conflictivas de esta discusión son los gastos del gobierno y los servicios. Dentro de los gastos se anota también la discusión acerca de sí los desembolsos en investigación y desarrollo tanto en el sector privado como en el público (ciencia y técnica) deben considerarse gasto o inversión (Coyle 2017: 63). Por lo pronto, desde el 2008, el criterio uniforme ha consistido en lo segundo, lo cual debe ser tenido en cuenta para el análisis sectorial de la política científica.
Ahora bien, la inversión pública en servicios (por ejemplo, educación) representa el colmo de la dificultad estadística. La productividad en el área de servicios no es cuantificable más que en relación con el tiempo de trabajo y/o los salarios pagados, pero ambos son indicadores más bien pobres en relación con el producto resultante:
¿Cuál es el producto de un profesor, digamos? ¿El número de niños educados a través de la escuela? ¿La calificación promedio que obtienen cuando salen? ¿La más alta cualificación subsecuente que en promedio obtienen los niños, o quizás sus ingresos vitalicios? ¿O aún la calidad de vida que esos niños disfrutan posteriormente? (Coyle 2017: 115).
La dificultad para medir y cuantificar lo producido (amén de si eso es relevante) se vuelve patente desde el momento en que tenemos esa dificultad en relación con un sector de la economía que representa más de dos tercios (y en alza) del PBI en las economías desarrolladas.
A la inversa, tampoco está clara la contribución nominal al producto de un sector crecientemente visible de la economía mundial: las finanzas. Según el manual de estadísticas de la OCDE “si se utilizara la fórmula general (para construir el PBI), la medición daría como resultado que su valor añadido sería muy pequeño, si no negativo” (citado en Coyle 2017: 133). La subestimación de la productividad de un sector (por ejemplo, la investigación y enseñanza de humanidades, el arte, el trabajo doméstico o las tareas de cuidado) corre pareja con la sobre-estimación de otros (por ejemplo las finanzas).
Los líderes políticos formulan la política económica en torno de sectores clave. Durante la crisis financiera el cabildeo de la industria financiera ha tenido un efecto importante en las decisiones políticas sobre la reforma regulatoria (y ello debido a que) los políticos creen genuinamente que esa industria es fundamentalmente importante para los empleos y el crecimiento económico” (Coyle 2017: 136).
Así las cosas, el mérito o demérito de una actividad no reside en que sea o no productiva, ya que eso mismo es lo que debe ser estipulado. El carácter construido, históricamente situado y convencional de lo que se consigna dentro de la frontera de producción suele ser pasado por alto, no solo en lo que tiene que ver con su historicidad sino también en lo relevante a su politicidad. En muchos casos incluir una actividad en el rango de lo productivo la vuelve pasible de regulación estatal o bien permite financiarla. En otros casos inflar el producto, agregando ítems, permite acrecentar el margen permitido para la toma de deuda o el rojo fiscal. En otros casos excluir una actividad (como el trabajo hogareño o las labores no remuneradas en el sector doméstico o las prácticas rituales) del recinto de lo productivo manifiesta un sesgo o una actitud, más o menos consciente, más o menos deliberada, por parte del estadístico. Mediante la discusión del problema de la demarcación productiva se prejuzgan y se disputan políticamente ontologías sociales divergentes.
El problema real “no estriba tanto en las medidas particulares de la productividad, sino en nuestra subyacente fijación social para identificar lo económicamente productivo y distinguirlo de lo improductivo” (Christophers 2013: 239). La ansiedad puede asumir formas tales como la que se dio en la conformación del Ministerio de Ciencia y Tecnología en la Argentina en 2007, cuando se consideró necesario añadir al nombre del ministerio un consolador “e Innovación Productiva”. Lo notable es que, desde el marginalismo en adelante, esa fijación se ha quedado sin sustento teórico, porque todo cuanto puede medirse es aquello por lo que pagan las personas, y en ocasiones dentro de la definición de lo económico se incluyen bienes y servicios por los que los agentes pagan indirectamente (vg. ítems de gasto financiados con impuestos; cfr. Coyle 2017, 141) o bienes por los que pagan que no son deseables en absoluto. Y en donde lo fundamental es que no hay relación entre aquello por lo que puede pagarse, su valía y su productividad.
Y donde, por si fuera necesario aclararlo, aquello que se revela como productivo en su capacidad de ser demandado no necesariamente guarda relación con su montante científico o como operación vinculada a la generación de conocimiento. La ciencia puede ser productiva, pero eso no dice nada respecto de su valor o utilidad, entendidos estos términos en su sentido estricto. El requerimiento moral de enfatizar la utilidad y productividad o la agregación de valor de los procesos y actividades científico-tecnológicas, es un precipitado sedimentado en el fondo de la conciencia expresada en la esfera pública remitiendo siempre a una tradición de pensamiento exánime.
Por caso, desde 1987, Italia ha incluido a la economía informal en su cálculo. Y, desde 2014, Eurostat incluye la prostitución y el narcotráfico en la cuenta común. A su manera, estas actividades son también productivas. La ansiedad por mensurar apenas reconoce límites, aunque se esfuerza en generarlos:
Los estadísticos oficiales de la Oficina de Estadísticas Nacionales del Reino Unido escogieron seis drogas -cocaína crack, cocaína en polvo, heroína, cannabis, éxtasis y anfetaminas- y utilizarán encuestas de crimen para estimar el número de usuarios de cada droga, para calcular el consumo anual por persona y para aplicar los precios vigentes” (Coyle 2017: 146).
En el colmo de la exhaustividad, en los agregados de cuentas nacionales se incluirán los precios pagados en clubes de baile erótico y los montos desembolsados en la prostitución callejera. Más aún, las encuestas más recientes incluyen también el trabajo del hogar no pagado, incluyendo el lavado de ropa y el cuidado de niños. En suma, la frontera de producción se ha ampliado hasta un límite apenas entrevisto por Adam Smith. La innovación productiva hoy puede darse de maneras insospechadas previamente.
Aún así, en este ensanchamiento del área productiva, siguen pendientes acuciantes preguntas en torno a la calidad de lo producido y a su relación con otras dimensiones no cuantificables de la experiencia. Los servicios son especialmente complejos en este sentido, lo que incluye naturalmente a las grandes áreas de servicios de salud y educación, pero van mucho más allá de ellas. La economía digital y el énfasis puesto en la creatividad y el carácter intangible de buena parte de nuestros impulsos creadores generan nuevos problemas. De cara a un horizonte post-productivo la métrica de la utilidad y la innovación productiva no puede estar más desenfocada. En palabras de Kevin Kelly, fundador de la revista Wired y una de las voces más escuchadas en la así llamada nueva economía
nadie nunca sugirió que Picasso debía pasar menos horas pintando cada cuadro para aumentar su riqueza o mejorar la economía. El valor que él añadió a la economía no podía optimizarse mediante la productividad. Generalmente, cualquier tarea que puede medirse con la métrica de la productividad -producto por hora- es una tarea que queremos que realice la automatización. En pocas palabras, la productividad es para los robots. Los seres humanos son excelentes perdiendo el tiempo, experimentando, jugando, creando y explorando. Ninguna de estas actividades se desempeña bien bajo el escrutinio de la productividad. Es por esta razón que es tan difícil financiar la ciencia y las artes. Pero también son el fundamento del crecimiento de largo plazo” (Kelly 2013)1.
De este modo la problemática de la fijación del horizonte de lo productivo y la ansiedad por pertenecer al recinto de los productivos, tal vez deban ser re-evaluadas.
III- Una cuestión sistémica
Evidentemente la capacidad de una actividad de suscitar la demanda privada y el criterio de validación remitiendo al funcionamiento del mercado no ayudarán a reconocer aquello que es demandado como algo valioso, y tampoco a reconocer ese valor como vinculado en algo a la producción de conocimiento. En todo caso, una discusión contenidista sobre la utilidad, mérito y resultados de una investigación científica no tiene nada que ver con lo que eventualmente podría indicar el mercado. El cual, como vimos antes, no mide utilidades por sus contenidos objetivos. Incluso permaneciendo en el estrecho recinto de la perspectiva neoclásica, en el mercado lo fundamental es el manejo de la disposición y propensión a consumir en los agentes. Y donde la utilidad o grado de productividad es justamente lo que está en entredicho, especialmente desde la emergencia de nuevas y ramificadas ampliaciones de la frontera de producción en el área de los servicios, en el espectro de los bienes intangibles y en el extenso terreno de la vida cotidiana considerada antes no productiva.
Pero la peculiaridad sistémica de la ciencia reside en que lidiamos aquí no con productos sino con artefactos que deben crear su propia demanda, porque hasta ahora nadie sabía que los había necesitado. Por otro lado ciertos ítems solo tienen una demanda pública o estatal basada en cuestiones empíricas: la oferta solo puede darse mediante una inversión pública sostenida en el tiempo con la finalidad de proveer bienes y servicios que el mercado, orientado al corto plazo, nunca generará.
En este contexto la discusión por la productividad y la utilidad (una discusión que rara vez se da en el ámbito de la gestión de los stocks financieros que, como vimos en el texto que acompaña a este escrito, mueven el 90% de los activos mundiales) representa conceptualmente el problema del acoplamiento estructural entre el SNCTI y sus entornos políticos y económicos. Como justificación y legitimación de los 27 cuadraditos aplicados a I+D dentro del océano reticular derivativo y especulativo (cfr. “Economías políticas del conocimiento entre futuros derivados”), se monta un penoso espectáculo contenidista cuya única finalidad reside en aventar los malos pensamientos que quienes habitan el sistema, o quienes lo observan de manera vigilante desde sus entornos, podrían tener sobre el mismo.
En el caso argentino esto es tanto más notorio, situación que se nos presenta de manera penosa en la actualidad, cuando se evidencia la desproporción entre los magros recursos aplicados al sistema y lo que demanda al erario público la manutención de los servicios puramente financieros o las transferencias fiscales al sector productivo privado. El Sistema Científico para sobrevivir tiene que transmutar en vector de innovación productiva, sosteniendo una agenda de desarrollo, incremento de productividad y de empleo que, si se ha prestado atención a lo consignado hasta aquí, difícilmente sea el caso, en el corto y mediano plazo.
Lo cual tiene por defecto atar la suerte del SNCTI, en su legitimación discursiva, a resultados que no sobrevendrán. Y que no sobrevendrán no porque la ciencia sea inútil, o porque nos aqueje alguna tara telúrica específica en estas regiones australes, sino porque por un lado la función del SNCTI no es esa y, por el otro, porque la tendencia de fondo, como ya lo entreviera Solow hace casi 40 años (Solow 1987), vuelve esquiva la realización de tan elusivas finalidades por motivos puramente exógenos al SNCTI.
El otro cuerno del dilema en el impasse reactúa a la inversa, distribuyendo los valores asignados a lo científico en aquellos ámbitos para los cuales el SNCTI es un entorno. Según este cálculo, la ciencia podría decidir controversias y disputabilidades políticas. La innovación tecnológica podría resolver el problema del desarrollo. En este marco, el plusvalor concedido por el atributo de lo científico apunta a evadir antes que a enfocar los problemas y dificulta encontrar soluciones más ocurrentes que la repetición de errores ya cometidos.
Las políticas del conocimiento no resolverán el horizonte tensivo y disputado de la política como un todo. El SNCTI no es un reservorio de especialistas y datos duros a disposición de aquellos empeñados en aplicar lo que en el fondo sabemos que son soluciones correctas que tercamente nos negamos a adoptar. De cara hacia su entorno político el SNCTI encuentra una demanda de certidumbre, en la que se espera que la ciencia funcione como recurso para coagular disputabilidades. En este contexto es difícil evitar la tentación, desde el SNCTI, de ofertar bienes tan preciados. Como legitimación de las compensaciones presupuestarias, parece un módico esfuerzo, quizás una mentira piadosa. Porque podría decirse, mejor, que la respuesta al tenso horizonte de la política no es la ciencia. Es la construcción de instituciones democráticas que permitan lidiar con y transformar esas tensiones apostando al desarrollo y la creación de una sociedad más abierta, creativa, inclusiva, basada en la promoción de líneas estratégicas que pueden sostenerse en el tiempo que demanda su realización.
En el ámbito productivo acontece la misma solicitación. Como veremos en escritos posteriores, la ilusión inmaterial de una industria que traccione conocimiento, empleo de calidad, incremento de productividad y generación de divisas requiere el concurso de una certificación y validación prestigiante asociada a la figura del desarrollo tecnológico autónomo. Un tipo de desarrollo que eslabona hacia atrás dando un lugar específico a nuestros especialistas, y hacia adelante transfigurando la oferta productiva de nuestra economía. Ahora la tentación proviene no de las entrañas públicas del sistema político, sino de las emanaciones disipativas de la iniciativa privada. El bien ofertado será el mismo: la solución de las angustias, en este caso ante la caída de la productividad, el empleo, los salarios reales, el producto y los márgenes de ganancia. Podríamos traer a colación el crítico escenario delineado en el texto que acompaña a este escrito. Quizás entonces el señalamiento de Krugman antes mencionado no necesite ser recordado aquí1.
Porque entonces cuando el bien ofertado no se corresponda con el efectivamente adquirido nos encontraremos en la triste obligación de tener que responder por la diferencia. El plus de empleo tendrá que explicarse resucitando el concepto de destrucción creativa, al que volveremos más adelante, mostrando cómo miles de pequeñas empresas de encomiendas se han transformado en servicios de envío de Mercado Libre. El viejo y rústico sector de servicios contra el triunfante unicornio. Mostrar que todo ello ha ocurrido sin desarrollo tecnológico local (por caso, podemos llamar la atención sobre el 0.12% del PBI privado en 2021 como financiamiento de la inversión en I+D) y sin incremento del nivel de empleo en términos agregados (11.000 empleos en el sector privado a nivel nacional en I+D en el mismo año, sin considerar las externalidades de nivel de empleo provocadas por el sector) resultará en extremo inconveniente.
El último punto remite a algo que bien podría ser el caso (la alteración de la proporción de uso entre el factor capital y el factor trabajo), dentro de un ropaje que no lo es (el desarrollo tecnológico y científico en general). A fin de cuentas, la economía puede requerir la destrucción creativa y el reacomodamiento sectorial. Y puede ser función del Estado garantizar reaseguros temporales y económicos para facilitar las transiciones. Pero los instrumentos dispuestos a tal fin serán mucho más precisos en la medida en que se advierta con propiedad el rol que cumplen. La generación de fondos, transferencias, subsidios y procedimientos de contingencia para asegurar el nivel de rentabilidad en un sector económico de transición, por regla general tienen poca o nula relación con el desarrollo de procesos productivos altamente especializados basados en innovaciones tecnológicas en estrecha relación con la generación de conocimiento y la investigación científica. En tanto que el horizonte sea la rentabilidad sectorial, la invocación a la ciencia y la tecnología es derivativa, un mero recurso que funcionaliza saberes que responden a una finalidad distinta. El lucro y la ganancia no son el problema. La inconsecuencia en la conveniencia para cierta política sectorial de legitimarse empleando para ello a la ciencia y la tecnología lo es.
En la misma línea: no necesitamos sostener el nivel de empleo y la demanda agregada figurando que ello contribuye a la vez al alza de la productividad y el crecimiento. Después de Keynes sabemos que son dos series de acaecimientos enteramente independientes. La política económica puede (y llegado el caso considero que debe) proponerse la generación de un ingreso ciudadano por cuestiones puramente políticas. El incremento de la productividad, lo sabemos, depende de otras cosas. Nuestro dilema es que por regla general no solo se afirman las dos series independientes como si estuvieran coaligadas (empleo, crecimiento), sino que se hace alinear ambas series contingentes con una tercera, la que indica que además ese crecimiento se dará por empleos vinculados con la innovación tecnológica que toma recursos provenientes del sistema científico. Semejante alineamiento masivo debería redundar en una sinergia de la política económica, de la política laboral y de la política científica, como si se tratara de vectores indiscernibles.
El riesgo de sucumbir a esta doble tentación para la política científica es que en esta modalidad la posibilidad de escapar al impasse solo se constituye negándolo. Porque de esta manera la política de conocimiento se convierte en una política de producción bis, un horizonte derivativo que encuentra su justificación última en otro lugar. Y tenemos ante nosotros una cartera de proyectos que se difunde de manera dispersa tomando al conocimiento como recurso en una economía que se comporta como el resto de las economías lo hacen: en línea tendencial hacia el estancamiento.
De manera más abstracta: el sistema científico y sus entornos reactúan el problema de la vinculación entre la generación de conocimiento y la sociedad en la que ese conocimiento proliferará, en un contexto económico cuya regla de operacionalización nos aparta evidentemente de la pregunta contenidista en torno de la productividad y la disquisición metafísica respecto del valor y la utilidad. Y pese a todo ambos interrogantes persisten. Y de esta manera es que la utilidad como medida objetiva resurge a cada paso en nuestra vida cotidiana, porque nos gustaría creer que hay un orden escalar de preferencias que nadie se atrevería a disputar (resolviendo así el enigma de la política). Y es así también que el valor como magnitud objetiva de la productividad resurge a cada paso en respuesta a las solicitaciones de los entornos, porque también nos gustaría creer que hay una pauta incremental de desarrollo progresivo al que contribuyen nuestros saberes (resolviendo así el enigma de la economía).
Pero este argumento es pan para hoy y hambre para mañana, un mañana que para nosotros parece haber finalmente llegado. Porque si la ciencia se legitima por el progreso que trae y las agonías políticas que evita, ocurre que el dilema de la disputabilidad política resurge de manera recurrente, poniendo en tela de juicio hasta los supuestos aparentemente más compartidos. Y ocurre también que el crecimiento como desarrollo no se da ya por incremento alguno de productividad, porque no solo no hay incremento de productividad, sino que tampoco hay crecimiento. Ante lo cual la deriva supuestamente irresoluble del impasse nos devuelve al punto de partida ¿cuál sería entonces el valor y la utilidad del conocimiento?
1 https://kk.org/thetechnium/the-post-produc/. Consultado el 02/03/2024.
2 “El efecto del progreso tecnológico sobre los salarios depende del sesgo del progreso; si está sesgado por el capital, los trabajadores no participarán plenamente en las ganancias de productividad, y si está lo suficientemente sesgado por el capital, en realidad puede empeorar su situación. Por tanto es incorrecto suponer, como parecen hacer muchas personas de la derecha, que los beneficios de la tecnología siempre llegan a los trabajadores” (Krugman 2012).
Referencias bibliográficas
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